Admitámoslo o no, el poder del país se concentra en la Corte Constitucional, son los dueños y señores de la constitución, cometen desafueros, legislan, hacen y deshacen según sus conveniencias. Tienen un cetro que ningún órgano de control puede arrebatarles, son la máxima autoridad donde se maquinan y entretejen las irregularidades más insólitas y antidemocráticas, como cuando modifican leyes o quitan extractos de sentencias y a los seis meses sacan a relucir el fallo para imponerlo, aún, pese a la oposición de la gran mayoría de colombianos. Y fuera de eso, tienen el descaro de exigir al congreso que expida leyes y contraríe la autonomía de la rama legislativa. Eso no es permitido a ninguna corte ni juez del mundo.

Esta es una de las sandeces de la Constitución del 91. Antes, el máximo órgano constitucional era una sala más de la Corte Suprema de Justicia y los magistrados, juristas de diferentes ramas, lo que permitía los fallos sin perjuicios a las demás áreas del derecho. Ahora, además de su emancipación, sus integrantes son candidatos políticos optados por terna, cuando lo justicia clama una elección por meritocracia como sucede en el Consejo de Estado o en la misma Corte Suprema.

Por si esto fuera poco, el poder judicial ha impuesto un carrusel donde los señores de toga se pasean por todas las cortes, por lo menos, hasta que tengan edad para reclamar su ostentosa pensión. Como es el caso de la presidente de la Corte Suprema que aspira a la Constitucional, por supuesto, siguiendo los pasos de otros, ya varios magistrados, que se encierran en esta rosca indestructible que dirige el rumbo del país.

Al igual que ocurre en  Estados Unidos,  es necesario que haya una entidad, de los mismos pares, que se encargue de la supervisión y control de este organismo. De modo que no tenga un dominio absoluto en el ordenamiento jurídico.

No olvidemos que un estado democrático se va erigiendo a medida que es mayor la participación del pueblo y  que sea  este quien tenga la última palabra.

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